
De pequeño, me encantaba observar por la ventana del coche cómo los árboles pasaban a toda velocidad, cómo cambiaba de un escenario a otro en cuestión de minutos.
Recuerdo apoyar mi cuello en los asientos del Ford Fiesta azul metálico que tenía mi madre en los noventa para ver el cielo mientras nos movíamos por las calles de mi ciudad. Donde las estelas de los semáforos se mezclaban con el sonido de una ventana ligeramente abierta.
Siempre me gustaba subirme al coche porque significaba que comenzaba un nuevo viaje. No voy a negar que el destino me importaba, pero lo que más disfrutaba era el trayecto. Incluso cuando iba con mis abuelos. Siempre discutían en el coche.
Mi abuela no sabía conducir y dirigía a mi abuelo entre gritos. Mi abuelo no sabía mantener la calma y le respondía de la misma manera. Pero yo sentía una gran emoción, porque sabía que acabaríamos comiendo en un buffet, paseando por la playa y pasando la tarde en casa de mis primos. Los gritos me importaban más bien poco porqué yo observaba la ventana con mis auriculares y mi discman puesto.


También recuerdo los viajes en un Peugeot 106 rojo, con mi asiento lo más atrás posible, sacando el pie por la ventana mientras íbamos camino a la playa. La caja de cerillas más cómoda del mundo.
Hoy, mis abuelos ya no están, y el Ford y el Peugeot seguramente ni siquiera existan como chatarra, pero recuerdo el viaje. Si cierro los ojos, puedo evocar exactamente esos momentos. No recuerdo el destino ni lo que hice al llegar.
Y cuando cierro los ojos y veo a ese niño o adolescente, inevitablemente me comparo con el adulto que soy hoy: enganchado a una idea, a un resultado, al destino. Dejando de disfrutar el recorrido, el viaje.
Veo un niño sin expectativas. Veo un adulto anclado a ellas.
El viaje es un aprendizaje, y en el aprendizaje no hay bien ni mal. No hay dualidad. Como los imprevistos en cualquier trayecto en coche, son inevitables; así también lo es el aprendizaje: necesario, ineludible.
Gracias por leerme,
Jota
Buen post!