¡Muy buenas!
Ya estamos en primavera. En Ostara.
En el renacimiento.
Y Valencia huele a azahar.
Algunas calles se impregnan de este dulce aroma, encubriendo aquellos olores algo más desagradables.
Con la llegada de la nueva estación —y tras tres semanas de lluvia, tan necesaria como ininterrumpida—, empieza a brotar en mí un cariño inusual por la ciudad.
Después de días grises y clima británico, el sol primaveral comenzaba a filtrarse entre las calles.
Entre las ramas de los árboles.
Una brisa ligera traía consigo los últimos suspiros de un invierno que ya pasó.
Consciente de la influencia de la primavera en mi ánimo, la abracé.
Dicen que no hay que dejarse llevar por las emociones.
Pero yo me dejé llevar por la alegría.
Por una sensación de presencia pura.
De esas que aparecen sin aviso y te invitan a quedarte.
Disfrutaba de mis paseos con Gael.
Observaba a la gente a mi alrededor.
Un grupo haciendo yoga.
Una pareja tumbada sobre una toalla, con sus bicis descansando a un lado.
Un perro y su amigo jugando.
Otro grupo corriendo.
Alguien en una hamaca, colgada entre dos árboles borrachos.
(Me encantan estos árboles.)

Las personas eran.
Estaban.
Sin juicio.
Y en ese estado estuve yo también, durante una semana entera.
Cada día salía, y esa sensación de presencia me acompañaba.
Pero cuando deseé que se quedara más tiempo… se fue.
Caprichosa.
Distante.
Ella solo está cuando no se la busca.
Una de esas tardes me vino a la mente la película Martín (Hache).
No sé si la habéis visto, pero es una maravilla.
Cada cierto tiempo la vuelvo a ver.
Como un buen libro: en cada visión, algo nuevo.
Recordé una escena.
Padre e hijo en un restaurante.
Hache le pregunta a Martín si echa de menos Buenos Aires, su ciudad.
Martín responde con un monólogo brutal.
Y al final de la película (trato de evitar spoilers), añade algo más.
Lo que más extraña de su ciudad: los silbidos.
Según él, en España nadie silba.
Para Hache, lo que echa de menos son los tejados.
Y entonces caí.
Lo que más echo en falta cuando no estoy en Valencia…
es el color del cielo al atardecer.
Las pinceladas del cielo valenciano.
En invierno, se tiñe de rojo.
En verano, turquesa y magenta se entremezclan.
Una paleta de colores que ofrece calma.
Nunca había reparado en esto.
Hasta que empecé a pasear con mi sobrino.

Lo más mundano.
Lo más simple.
Puede traerte de vuelta al presente.
Al apreciar lo cotidiano, dejé de buscar satisfacción en lo que estaba fuera de mi alcance.
Dejé de temer perder algo.
Y empecé a disfrutar del día.
Simplemente, observando.
Viajar es maravilloso, sí.
Pero el verdadero viaje es disfrutar, estés donde estés, del presente.
Sé que Valencia es temporal.
Me iré.
Volveré.
Pero mientras no esté…
siempre estarán los cielos recordándome a una ciudad que me ha enseñado mucho.
